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Siempre me ha gustado pasar tiempo con jóvenes porque aprendo mucho de ellos. Sobre todo les agradezco que me enseñen a no “envejecer”, a permanecer abierto a nuevas ideas y constantemente alerta. Me hacen ver muchos de mis defectos y limitaciones, me inspiran y renuevan mi sincero deseo de crear proyectos e iniciativas para y con ellos. Los jóvenes son lo más valioso de un país y del mundo; ellos nos reemplazarán, y que bueno que así sea. Sin embargo, hay cosas que me preocupan acerca de esta nueva generación. Me explico.
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En un vuelo que tomé recientemente, me tocó un asiento de pasillo al lado de un joven que tendría unos 17 años. El chico era una especie de “neo-hipster”, un “modernillo”, como dicen los catalanes. Llevaba playera blanca con el cuello muy guango que gritaba “no me importa nada”, pero eso sí, también iba con un peinado impecable, saco gris desproporcionadamente elegante, pantalones negros ajustados y tenis blancos de enfermero. Todo muy cuidado. Más allá de su atuendo, que expresaba un evidente compromiso con la moda, lo primero que me inquietó de su presencia fue que uno de sus pies se movía de un lado a otro frenéticamente, desplegando una inquietud extraordinaria.
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Desde que aquel chico se sentó a mi lado, no pude dejar de percibir una emanación desbordante de ansiedad depositada en su teléfono móvil. Lo vi chateando desenfrenadamente: se diría que usaba simultáneamente Facebook, Whatsapp, Twitter e Instagram. Esto no me escandaliza, todos hemos estado ahí, sobre todo justo en esos últimos minutos antes de dejar una ciudad, cuando hacemos una pausa para enviar ese último mensaje de despedida y agradecimiento antes de que despegue el avión que nos llevará de regreso a casa. Pero la cosa empezó a ponerse rara cuando mi vecino comenzó a tomarse “selfies”. Se tomó alrededor de 50 fotos, ¡50! Antes de tomarse cada foto trazaba una mueca que presentaba una reacción forzada, falsa y desconectada de lo que ocurría alrededor de nosotros. Francamente, el momento no era nada excitante: había un grupo de pasajeros abordando un avión y acomodándose en sus asientos, nada más. Sin embargo, nuestro “modernillo” se prodigaba en múltiples y exageradísimas expresiones faciales que ofrecían el tipo de gestos que suelen surgir -naturalmente- en un momento de “fiesta total”, cuando sueltas una carcajada cómplice con un amigo, o abrazas a tu pareja y haces “caras” a su lado. Pues bien, la cara de mi vecino imitaba la de una estrella de cine que se toma fotos en la alfombra roja de la entrega de los Óscares, intentando desesperadamente engañar a una “audiencia” inmensa, distribuida en distintas redes sociales. Intentaba a toda costa lucir muy “cool” o muy “sexy”, y sobre todo transmitir que era muy, pero muy, feliz. No obstante, este chico estaba sólo, ocupando un avión como todos los demás. Además, su cara sólo se convertía en un torrente indomable de felicidad cuando tenía el teléfono en frente. Apenas el teléfono desaparecía, la dicha se esfumaba, el caudal de gestos se secaba y todo volvía a una monótona cara de aburrimiento.
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Hasta aquí, lo que he descrito puede tomarse como el típico escenario de un choque generacional, donde un viejo -yo- no entiende la obsesión de un joven -mi vecino- por tomarse una cantidad excesiva de autorretratos en los que aparenta emociones que no corresponden a la realidad. Pero el escenario se torció, se transformó en otra cosa cuando el “neo-hipster” invirtió la cámara de su teléfono y empezó a tomarme fotos a mi. Me tomó tres fotos pensando que yo no me daba cuenta. Inmediatamente subió una de ellas a Whatsapp, y comentó mi imagen con alguien. No tengo idea de lo que escribió acerca de mi, y no podría importarme menos; el problema es que no supe qué hacer: ¿debí decirle algo, reclamarle? Opté por callar. Un minuto después hizo lo mismo con el pasajero que iba a su lado izquierdo, en el asiento situado junto a la ventana del avión. Le tomó fotos sin que se diera cuenta y volvió a subirlas a su Whatsapp, para comentarlas. Me sentí muy incómodo al saber que tres fotos mías habitarían su teléfono.
Después, una sobrecargo nos pidió apagar el teléfono porque íbamos a despegar. Entonces, nuestro fotógrafo de lo público entró en un estado de ansiedad alarmante. Empezó a retorcerse en el asiento, se puso y se quitó los audífonos 4 veces, sin lograr escuchar una sola canción durante más de un minuto; no podía dejar de mover el pie o la mano, tocarse la cara o cambiar de posición frenéticamente. Pocos minutos después de despegar vino la comida. Él pidió una pepsi y sacó un paquete de Oreos de su bolsa negra de cuero con asas. Sí, comió un paquete de Oreos y una pepsi -sin comentarios.
Sin ninguna intención de sonar condescendiente, diré que no puedo más que sentir tristeza por este chico. Lo que ocurrió en ese avión puede sonar banal, pero me preocupa que un chico de esa edad tenga los nervios destrozados por un narcisismo patológico, por una necesidad constante de ser “validado” por juicios irrelevantes vertidos en redes sociales. Es triste ver que alguien así se preocupe tanto por la imagen que “inventa” a partir de una ansiedad ilimitada, de una necesidad de gritar que “es feliz, sexy y cool”. Fue lamentable ver a un joven fingir que estaba extasiado al tomarse una selfie, y regresar inmediatamente después a una expresión de aburrimiento y cinismo hacia todo lo que no era su teléfono y, ante todo, a su incapacidad de estar en paz “en su propia piel”.
Creo que debemos hacer un esfuerzo por comunicar a nuestros jóvenes que no ser “cool” no es pecado ni es grave; que habemos personas sin ninguna noción de cómo vestirnos o actuar como espera la gente en redes sociales, y que de hecho eso hace la vida más fácil; que la “fama” en las redes es “de a mentiritas”; que hay cosas mucho más importantes, como tener amigos reales y cultivar su amistad, enamorarse de otra persona -no de uno mismo- y estar en paz, no meterse en las vidas de los demás y respetar sus decisiones, saber que no es tan importante aferrarse a la imagen que tienen de nosotros un montón de personas que ni nos conocen bien. Tenemos que dejar claro que no es importante ser una imagen de nosotros mismos, que lo importante es ser nosotros mismos, sin máscaras, sin muecas falsas, sino así, tal y como somos. Nadie tiene una vida perfecta, todos tenemos problemas, defectos e inseguridades, y nos toca lidiar con ello. Eso es lo que nos hace humanos: la posibilidad de habitar con entereza nuestras maravillosas vulnerabilidades.
Me parece que ser interesante tiene más que ver con ser auténtico; tiene que ver con el cultivo de lo que podemos aportar a los demás, a nuestro entorno; tiene que ver con la capacidad humana de mejorar constantemente. Por otro lado, seguramente todos nos hemos tomado una “selfish selfie”, y la hemos publicado en redes sociales; todos habremos escrito algo imprudente, arrogante, presumido, deprimido o tonto en redes sociales, y no pasa nada. Sólo hay que tener cuidado de no vivir por y para eso.
@edgarbarroso
En estado basal la conciencia y la razón permite entender que la sustancia es mucho más importante; sin embargo a muchos nos ha llegado el momento de ‘deseo’ por tener un poco de esa ‘fama’, ‘importancia’ y conexión con otras personas. Me queda una pregunta en el aire, es absurdo pensar en la posibilidad de disfrutar lo mejor de ambos mundos ? Me agradó tu artículo. Saludos de un guanajuatense en el intenso mundo del American Graduate System.
Claro que se puede, esa es la mejor conclusión. Sólo quisiera que los más jovencitos, nuestros adolescentes supieran que no necesitan aparentar nada, que así como son, son increíbles. Pero en la adolescencia su autoestima es muy vulnerable, y ahí es dónde me preocupa un poco, y por eso hay que hablarlo. Eso es todo.